La imagen política de España se encuentra fuertemente salpicada por noticias relacionadas con casos de corrupción. Así, un informe elaborado por la OING Transparencia Internacional señala que nuestro país obtuvo en 2016 un 58/100 en puntuación relativa a ética pública, ocupando el puesto 41º sobre un total de 167 países.

Para evitar confusiones terminológicas, por corrupción comprendemos el enriquecimiento ilícito privado a través del ejercicio público. Por cleptocracia, el establecimiento y desarrollo del poder basado en la institucionalización y práctica de la propia corrupción, clientelismo o tráfico de influencias.

Los principales motivos por los cuales el país ibérico obtiene unos índices moderados de irregularidad en el ejercicio del servicio público obedecen a motivos socioculturales (la mayor relajación moral del catolicismo o, asociado a este elemento, la pervivencia de la picaresca) e histórico-políticos: la aún relativamente escasa tradición democrática. En este sentido, la preocupación por consolidar la democracia por parte de los gobernantes conllevó a que estos diesen una importancia secundaria a este asunto hasta los años 90 y, sobre todo, hasta la emergencia de organizaciones críticas con la política convencional.

Partiendo de esta información, no nos extrañaría nada saber que existen distintos mecanismos legales que favorecen la existencia de comportamientos cleptocráticos en el sector público. Dentro de este análisis, debemos diferenciar los instrumentos relacionados con el intercambio legal de favores entre organizaciones públicas y privadas, por un lado, de los que favorecen la existencia de prácticas ilícitas llevadas a cabo por cargos públicos. Dentro del primer grupo, encontramos cinco mecanismos:

El primero de ellos es la Ley 5/2006, según la cual los altos cargos que abandonen su puesto tienen solamente dos años en los que existen una serie de limitaciones en la asunción de responsabilidades en la esfera privada. La ausencia de un interim largo entre uno y otro servicio trae consigo, en numerosas ocasiones, dación de beneficios a entidades privadas desde el servicio público y, de acuerdo con los críticos, en perjuicio del interés general.

En relación a la financiación de los partidos, regulada en la Ley 8/2007, las donaciones no podrán ser anónimas y no superarán nunca, en cada persona física o jurídica, los 100.000 euros anuales. Como podemos leer, nuestro ordenamiento jurídico acepta la financiación privada de este tipo de organizaciones. Su ejecución puede traer intercambio de favores entre sujetos públicos y privados, tal y como muchas veces sucede, y de forma plenamente legal.

En tercer lugar, la legalidad de las subvenciones, de entre cuyos beneficiarios se encuentran empresas privadas, da lugar nuevamente a un beneficio recíproco entre partidos y grandes compañías, las cuales son también beneficiarias de este tipo de gasto. Así, de acuerdo con el estudio elaborado por la agencia de calificación de rating Axesor (2013), en 2012, con Rajoy ya en el poder, se repartieron en España 8.023 millones de euros. 573 millones desembarcaron en 50 sociedades mercantiles.

En cuarto lugar, en 2012 UPyD, partido regeneracionista y socioliberal, publicó una serie de datos sobre condonación de deuda a distintos partidos políticos por parte de diversas entidades públicas financieras: La Caixa había perdonado 7,1 millones de euros al PSC en 2004 o de 2,7 millones a ERC; o que la desaparecida Caixa Galicia había condonado 2,6 millones de euros al PP cuando estos alcanzaron el poder en la administración central en 1996. Como podemos deducir, la impunidad ante la ineficiente y éticamente controvertida gestión (no en todos los casos) por parte de muchos responsables de estas cajas de ahorros está también relacionada, en cierta medida, con este entramado público-privado/semiprivado.

Un quinto “instrumento” favorecedor del tráfico de influencias, de carácter pasivo, lo sería, según el sindicato Gestha, de técnicos de Hacienda, la ausencia de una firme voluntad de combatir el fraude fiscal de las grandes fortunas. Esta organización aporta un interesante dato correspondiente a 2010: un 71,8% del fraude total fue atribuido a las firmas más importantes (42.711 millones de euros no ingresados por el Estado).

El segundo grupo, como señalábamos arriba, se corresponde con los instrumentos legales que fomentan la existencia de mayores niveles de corrupción. Aquí podemos incluir, en primer término, la politización (nombramiento de la mayoría o totalidad de miembros por instituciones legislativas o ejecutivas) de las altas instituciones judiciales (CGPJ y TS), del Tribunal Constitucional o de la Fiscalía General del Estado. Todo esto contribuye a una mayor protección de los cargos públicos presuntamente corruptos.

En segundo lugar, en 2014 había en España en torno a 10.000 aforados, una cifra comparativamente mucho más alta que la media de aforados por país dentro del ámbito de la OCDE. La existencia de esta prerrogativa dificulta también la investigación judicial de presuntos culpables.

En tercer y último término, existen partidos como CxG, galleguista, regeneracionista y socialdemócrata, que plantean que todo cargo público imputado debe abandonar su puesto. Esta circunstancia no existe tampoco en España.

En conclusión, la cleptocracia es un fenómeno estrechamente relacionado con elementos socioculturales y con la codicia, ambición desmedida y egoísmo de muchos seres humanos. Se traduce en fórmulas legales e ilícitas, pero, en todo caso, cuestionables moralmente por buena parte de los ciudadanos. Como podemos apreciar, existen procedimientos jurídicos para corregir estos perjuicios, pero los intereses particulares y la falta de convicción de muchos dirigentes, muchos de ellos vinculados a partidos del “establishment”, dificulta enormemente la transformación regeneracionista que muchos individuos anhelan.

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