El domingo 9 de noviembre de 2014, Cataluña pudo, por primera vez en su historia, votar su status de autogobierno. Independientemente del resultado y de su carácter extraoficial, fue, junto al proceso escocés, una muestra de higiene democrática del pueblo catalán, no sólo por la idiosincrasia positiva que conlleva toda participación popular en términos de radicalidad democrática, sino por el respeto que hubo a la legalidad. Las dimensiones negativas, no obstante, fueron la inversión de dinero público para la ejecución de este proceso plebiscitario, por un lado, así como el descontrol de presuntos independentistas que votaron más de una vez.

En contra de lo que se ha estado afirmando desde el Gobierno central y desde medios de comunicación contrarios a la consulta, finalmente esta fue legal, ya que las entidades organizadoras fueron privadas –Òmnium Cultural y ANC– y no hubo ninguna vulneración de la privacidad de la identidad de las personas físicas de Cataluña, pues en el proceso cada participante dio sus datos personales, sin aparecer previamente recogido en las mesas (a diferencia de cualquier proceso electoral ordinario y oficial).

Desde mi modesto punto de vista, creo que el reconocimiento del derecho de autodeterminación es positivo, aunque también es ineludible que su aplicación conlleva problemas de no escasa magnitud. Por un lado, cualquier colectividad (tomando como representativa su mayoría de personas) tiene derecho a salir del ámbito/lugar en el que está disconforme. Forzar a quedarse, sería una imposición colectivista legítima, pero injusta en términos de no respeto de la voluntad mayoritaria.

Por otra parte, reconozco que una extensión extrema del derecho a decidir podría dar lugar a un caos político-administrativo. Imagínense, como ejemplo hipotético, si la mayoría de municipios de España (8.118, en total) exigiese dicho derecho y, a su vez, la mayoría de sus poblaciones quisiese independizarse. Habría una atomización enorme de territorios, al menos durante los años que estarían fuera de la UE (con los problemas de libertad de circulación social y económica que ello representa), además de haber continuos y numerosísimos debates sobre la conformación territorial que nos harían olvidar de los llamados problemas reales de la ciudadanía.

De este modo, la opinión de aquéllos partidarios de que la única vía legal sea la aprobación de la separación por parte de la mayoría de españoles, tiene bastante fundamento, aunque no la comparta, pues se pondría un coto jurídico y social a dicho hipotético caos.

A ello hay que añadir que todo referéndum debe respetar la legalidad vigente o que la ONU no se refiere explícitamente al derecho a la secesión de las no colonias. Tampoco lo prohíbe. Pero se aplicó al derecho a la emancipación de las colonias en la segunda mitad del siglo XX, como así estipulan las resoluciones 1514 y 1541, y dejando a cada Estado la regulación del mismo.

Lo que sí me parece totalmente inadmisible son los postulados totalmente contrarios a cualquier tipo de consulta. Aquí incluyo a aquéllos opuestos incluso a que decida el conjunto de la ciudadanía del Estado el futuro del territorio separatista, en este caso, de Cataluña. Sería convertir a España en una cárcel jurídica al no permitir ninguna posibilidad de cambio de estatus. Esta circunstancia la recoge, como sabemos, el artículo 2 de la Carta Magna.

En contraposición, considero, en primer lugar, que cualquier consulta sin carácter vinculante sobre el autogobierno en cualquier entidad territorial es perfectamente aceptable (siempre que se haga coincidir con alguna elección, por motivos de ahorro económico), pues la mera expresión de la voluntad popular no causa ningún perjuicio. A este respecto, a los defensores de la legalidad se les olvidaque el Congreso de los Diputados tiene la potestad de autorizar o no convocatorias de consultas populares por vía de referéndum (artículo 149.1.32ª)

A ello hay que añadir que el artículo 168 de la CE recoge la posibilidad de reforma del Título Preliminar (donde se recoge el mencionado artículo 2) en un sentido de eliminación del carácter indisoluble de la Nación Española y de regulación del derecho de autodeterminación. Por tanto, cualquier consulta –vinculante o no- convocada actualmente por la Generalitat, sí, es ilegal. Pero también cabe, como vemos, la opción de reformar nuestra norma suprema.

A mi modo de ver, la solución a este problema pasaría por el reconocimiento de esta prerrogativa en todas CC.AA.s, por el avance en términos de democracia participativa que ello supondría, por ser estos los entes inmediatamente inferiores a la Administración Central (es más natural que surjan sentimientos nacionalistas, y, de hecho, es donde en realidad se dan) y porque son sólo 17, un número bastante inferior a 50 (provincias) o a los 8.118 ayuntamientos: eficiencia político-administrativa. Una mayoría semicualificada (55%) –ni simple, pues dejaría una sociedad partida; ni tampoco cualificada, pues dejaría una situación eternamente molesta, al no alcanzar el 66,66%- debería ser suficiente para alcanzar la independencia.

Si en alguna entidad local surgiese una reivindicación soberanista fuerte, representada en una mayoría política de partidos nacionalistas (por ejemplo, aunque no es el caso, en la comarca del Val d´Arán), lo más lógico sería sumar al mencionado procedimiento para las CC.AA.s el requerimiento de una aceptación del resto del Estado. La otra opción sería, si su apoyo representa a una mayoría cualificada de fuerzas de esta índole, aplicarle a ese supuesto territorio el mismo el mismo proceso jurídico que a una CCAA, aunque ello, lógicamente, no estaría exento de polémica. Pero de momento no existe ningún ente local con un sentimiento nacionalista considerable en buena parte de sus habitantes.

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Imagen: http://dolcacatalunya.com/

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