El pasado 1 de enero se cumplió el 35º aniversario de la entrada de España, junto a Portugal, en la entonces llamada Comunidad Económica Europea (CEE). Desde entonces la española ha sido una de las sociedades más europeístas, tanto desde el punto de vista utilitario como identitario. No obstante, la “Gran Recesión” ha dado lugar a una cierta bajada en cuanto a nivel de sentimiento de pertenencia a la Unión Europea (UE).
De este modo, si nos detenemos en el Eurobarómetro de abril de 2012 -en uno de los momentos más complicados de la crisis económica-, el 51% de los españoles se sentía tan español/de su nación sin Estado como europeo o más europeo. Este dato sería corroborado por Metroscopia tres años después; así, de acuerdo con ese estudio, un 70% de la población consideraba beneficiosa la pertenencia de nuestro país al club comunitario. No obstante, debemos tener en cuenta que son diez puntos menos que en 2008. De este modo, constatamos como, de modo aproximado, más de la mitad de los españoles son europeos convencidos y una quinta parte, “utilitaristas”.
¿A qué se debe el considerable apego a este ente de integración? A nivel geográfico, a la posición continental de la mayor parte de la superficie española, así como al hecho de estar claramente separada de otras civilizaciones y dentro del área occidental (tradicionalmente, más asociado al concepto de Europa, ligado fuertemente, por otra parte, al demoliberalismo).
Desde el punto de vista histórico –exceptuando el caso de Al-Andalus-, a la conexión de la mayoría de los fenómenos sociales, culturales, económicos y políticos con los sucedidos en el resto del continente, especialmente en su parte oeste.
En clave demográfica, el INE de 2005 sostenía que ese año había 861.684 europeos comunitarios en España: sólo el 1,95% del total de población residente hace once años. Consecuentemente, en esas circunstancias es muy improbable la sucesión de brotes xenófobos antieuropeos (incluyendo aquellas expresiones pacíficas y moderadas, como la nacionalista británica de UKIP), como así sucedió, a diferencia de lo que actualmente pasa en Reino Unido en relación a los habitantes del este y sur de Europa que han emigrado a esas islas.
Desde una perspectiva ideológica, el modelo político, social y económico democrático y de economía social de mercado; existente en la mayoría de los países de la UE y defendido por los dirigentes europeos; se asemeja a la media de los españoles en el espectro derecha/izquierda, cuyos resultados suelen casi siempre ubicarse entre el 4-5/10, es decir, en el centro-izquierda, que, como dimensión centrípeta de dicho eje, encaja perfectamente con el mencionado modelo.
Consecuentemente, el diseño político de la ciudadanía no contempla la existencia de formaciones extremistas fuertes -caracterizadas, en general, por su euroescepticismo o notable rechazo al modelo político comunitario- y, en contraposición, desde un punto de vista arquitectónico-institucional, la gran mayoría de las organizaciones partidistas con representación alientan el sentimiento europeísta, el cual parte, al mismo tiempo, del resto de causas expuestas.
En penúltimo lugar, en la sociedad española -especialmente en el segmento izquierdista y liberal- ha existido desde finales del siglo XIX (coindidiendo con el apogeo de la literaria “Generación del 98”) un considerable complejo de inferioridad frente a las naciones anglosajonas, centroeuropeas occidentales y nórdicas de nuestro continente (las más estrechamente vinculadas a la idea de Europa); vistas como modelo a seguir en mayor o menor medida en términos educativos, culturales, éticos, socioeconómicos y político-institucionales.
Para terminar, no debemos olvidarnos del factor quizá más importante: el hecho de que España siempre ha sido una de las naciones beneficiarias de los fondos de cohesión de la UE -que en 2006 representaban el 30,4% del total presupuestario-, al haber tenido siempre desde su entrada una renta per cápita inferior a la media.
En definitiva, el rechazo a las políticas de austeridad aplicadas o recomendadas desde Bruselas, el elevado gasto que supone el mantenimiento de las instituciones y cargos comunitarios o las muestras frecuentes de desacuerdo en los medios no compensan el alto apoyo a este ente, ligado a motivos economicistas y sentimentales.