El próximo 25 de marzo de 2017 se cumplirán seis décadas de la ratificación del Tratado de Roma, a partir del cual nacía la Comunidad Económica Europea. Asimismo, el pasado 7 de febrero se cumplieron veinticinco años de la firma del Tratado de Maastricht. La promulgación de la primera de esas dos disposiciones jurídicas dio lugar a la activación del primer mercado interno comunitario. Por su parte, el segundo tratado otorgó un carácter más político, desde el punto de vista identitario, a las Comunidades Europeas (en 1992 nacía la Unión Europea) y concedió a las personas físicas y jurídicas un derecho social y económicamente bastante transformador: el de libertad de circulación. En este sentido, el funcionalismo inicial acabaria desembocando en un pseudofederalismo funcional. Este último combina el utilitarismo económico -dentro de un contexto, además, de globalización y de desarrollo tecnológico- con la tenencia de unos valores políticos comunes dentro de un ente de integración basado en la cesión de soberanía por parte de los Estados miembros.

De esta manera, desde 1993, año de entrada en vigor de esa norma de derecho originario, hasta la actualidad podemos sostener que la UE es un pseudoestado confederal (confederalismo: libre acuerdo entre Estados, con opción de secesionarse de la unión). Por un lado, este ente está en el nivel jurídico-político más elevado en los 28, jurídicamente impera el derecho de primacía y a las personas comunitarias les son aplicados los mismos derechos y deberes en cualquier rincón de este gran espacio. Por tanto, funcionalmente parece un Estado plenamente soberano. Pero, por otro, el estatus de independencia corresponde a los países miembros y estos pueden solicitar la salida de este club político -como brevemente hará Reino Unido- siempre que apliquen el artículo 50 del Tratado de Lisboa (en vigor desde 2009).

Esta arquitectura institucional ha ido pareja a la construcción de una identidad europea basada en un espacio geográfico común (la franja oeste de la plataforma continental euroasiática), en la democracia y economía social de mercado y en una historia común dentro de los horizontes latino-germánico, nórdico y eslavo. No obstante, la ausencia de una lengua común y las particularidades socioculturales de cada territorio -a lo que debemos sumar el citado proceso de mundialización- han dado lugar a la reafirmación de muchos nacionalismos de Estado, especialmente en lugares fuertemente receptivos a la inmigración tanto comunitaria como extracomunitaria. Así, de acuerdo con el Eurobarómetro de noviembre de 2015, entre el 6% de lituanos y el 41% de euroescépticos chipriotas y austríacos, un notable número de ciudadanos europeos ven a la UE como un entramado institucional invasivo jurídicamente, fomentador de un indeseable multiculturalismo, entorpecedor de la creación de empleo de nacionales y/o ajeno a su identidad.

El rechazo en referéndum de franceses y neerlandeses al Tratado Constitucional en 2005, el triunfo del Brexit, también tras la celebración de una consulta; o, recientemente, los relativos éxitos electorales de la derecha alternativa y la influencia de sus discursos en políticos convencionales constatan las enormes limitaciones que existen para dotar al proyecto comunitario de un mayor peso competencial y estatus jurídico.

Finalmente, la Unión Europea es una muestra más de las cada vez mayores limitaciones del sector público central (por este último comprendemos el conjunto de poderes legislativo, ejecutivo y judicial del ente territorial que enarbola la unión estatal) en los países occidentales. En primer término, la democratización social e institucional en Occidente dio pasó a las reclamaciones territoriales internas en muchos países y, por ende, a una mayor descentralización. En segundo lugar, la necesidad de evitar conflictos militares, por un lado; el desarrollo tecnológico y económico; más las exigencias de competitividad han desembocado en la creación de la propia UE, abierta y dinámica socialmente, y competidora con los Estados desde el punto de vista competencial. Por último, si bien a nivel interno los avances democráticos han ido paralelos a una mayor intervención estatal en la economía, en el plano externo, la exigente competición económica en la esfera global ha dado lugar a una importante liberalización que se ha traducido en una notable deslocalización de compañías privadas a países donde invertir y producir es más rentable. Consecuentemente, los Estados, en la mayor parte de los casos, se han visto ante grandes dificultades o incapaces de proteger a los empleados y empleadores nacionales.

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