Hace unos meses, varios periódicos nacionales publicaban las siguientes palabras del líder de Podemos, Pablo Iglesias, pronunciadas al hilo del transcurso de un acto de presentación de un libro en Madrid: «Lo que se discute en Podemos es si tiene que seguir siendo populista o no». A continuación se señalaba cómo Iglesias habría aprovechado la ocasión para defender un “populismo de izquierdas” oponiéndolo a la deriva de la moderación y la institucionalización del partido que propugnaría Íñigo Errejón.

Reflexionemos brevemente sobre el uso que del propio concepto de «populismo» estaría haciendo este líder político. Como acontece con casi todos los conceptos que conforman un determinado vocabulario político, «populismo» es un término que, pese a que su utilización es constante y reiterada en las sociedades democráticas contemporáneas, está sin embargo lejos de suscitar un acuerdo en torno a su significado por parte de quienes no dudan en utilizarlo con tanta frecuencia. Y es que, numerosas preguntas se asomarían de inmediato a la polémica: ¿Qué es, en realidad el «populismo»? ¿Es una ideología? ¿Es, acaso, una etiqueta que describe un determinado tipo de partido o agrupación política? ¿Dónde se expresa el «populismo»? ¿Sólo en América Latina, en Europa y en EEUU o también en sociedades no occidentales? ¿Hay «populismos» y «populistas» o solo existen unos y no los otros? Estos interrogantes y muchos más podrían estar reflejando la densidad y la apertura que rodea a este fenómeno, dando a entender así lo difícil que sería hallar una respuesta emanada de un cierto consenso. Ofrecer una respuesta a todos estos interrogantes–una tarea que ya tiene enfrascados a numerosos estudiosos y teóricos– sobrepasaría pues obviamente los límites de espacio a los que hemos de ajustarnos, pero sí que podríamos tal vez detenernos un poco en subrayar cómo, en la propia indefinición del término «populismo» y en las constantes disputas sobre su significado, se hallan paradójicamente, las claves para entenderlo mejor.

En primer lugar podríamos comenzar por preguntarnos si es «populista» todo aquel líder político que así se describe como tal. Y de ello podríamos tener más de una evidencia disponible, desde Marine Le Pen, en Francia, hasta el propio Pablo Iglesias, en España, todos ellos líderes políticos que más o menos expresamente habrían reconocido su filiación «populista». Pero a estas evidencias le podríamos añadir otras muchas de liderazgos que, pese a ser objeto de la atribución «populista» por parte de otras instancias políticas externas, no se reconocerían identificados por dicho término o incluso lo rechazarían por completo. Parece pues, que este modo de enfocar el problema de la definición de dicho término plantearía serias dificultades, entre otras la referida a dónde situar el factor decisivo a la hora de nutrir semánticamente el término «populismo» de casos de liderazgos populistas: si en la identificación o, por la contra, en el repudio de esta etiqueta conceptual.

Pero, paradójicamente, es precisamente la compleja dinámica de aceptación y rechazo del término como identificador político, la que nos pueda sugerir dónde se hallan muchas de las claves para entender el fenómeno. Pues no debemos olvidar que, pese a que el ejemplo que hemos puesto al comienzo en cierto modo lo refutaría, podría parecer que a priori suelen ser los actores políticos situados como espectadores los que procedan a propinar, regalar y atribuir el calificativo de «populista» a sus contrarios políticos y no, en consecuencia, los propios «presuntos» «populistas». Ello, a la postre, no dejaría de ser, a juicio de muchos autores, un canal a través del cual proceder a camuflar una opinión política bajo el enunciado, en principio «neutro», de afirmar o negar la condición de «populista» a uno u otro líder, movimiento o partido político. Una opinión política que, en muchos casos, adquiriría un tono peyorativo, y de la cual, a pesar de todo, finalmente emanaría la defensa contraria que aludiría a una acepción más positiva del término. Parece pues inevitable que, en la modulación de dicha dinámica, muchos actores políticos procedan, a nivel del discurso político cotidiano, a diferenciar entre un «populismo» bueno y un «populismo» malo, algo que desplazaría el eje de interés desde el sustantivo «populista» a la adjetivación «bueno» o «malo» que le seguiría. Ello formaría parte de un proceso de disputa política del término, una disputa de la que emanarían dos visiones contrapuestas del «populismo», siendo todo ello, a nuestro juicio, el reflejo más certero de la propia confusión que parece, a todas luces, dibujarse en el horizonte discursivo contemporáneo.

Así, por una parte, una parte de los usos políticos de «populismo» se refieren a dicho fenómeno como la expresión por parte de una mayoría oprimida de las necesidades de representación e inclusión en las instituciones políticas democráticas, unas instituciones que se hallarían capturadas por un conjunto de actores, intereses y discursos elitistas. Las manidas expresiones del «ellos no nos representan» o las mucho más abstractas alusiones a la casta o la élite, y las frecuentes disyuntivas entre los «parásitos» frente al «pueblo» son, como es sabido, el plato informativo de cada día. Con ellas se pretende dibujar un escenario en el que el «populismo» sería el momento-movimiento político que lograría quebrar la división social mantenida desde unas instituciones democráticas formales plenamente capturadas por élites parásitas capaces de dejar sin voz a las mayorías oprimidas. Mientras, en el campo contrario, muchos de los críticos del «populismo» definirían al fenómeno en base a elementos de connotación negativa, contraponiendo el «populismo» al buen desarrollo de la democracia y al funcionamiento estable y ordenado de las instituciones políticas. El «populismo» sería igual a demagogia, a manipulación política de los sectores desfavorecidos de la población, tendría un carácter excluyente y estaría además asociado, según las derivas más neoliberales de la crítica, a políticas de gasto desmesurado e irresponsabilidad fiscal así como a la intervención del estado en la economía más allá de lo permitido por el funcionamiento de las instituciones del mercado. Dentro de estos dos conjuntos opuestos de visiones del «populismo» se manifestarían, obviamente, distintas gradaciones de significado pero, en general, es posible separar dos campos semánticos en los que el significado de «populismo» es objeto de liza: uno aglutinaría pues a las opiniones que dibujan al «populismo» con unos rasgos positivos, a saber, el «populismo» como la recuperación de la esencia democrática de las sociedades políticas; y otro que, en cambio, lo aderezaría con ingredientes muy negativos hasta presentarnos un plato de sabor bastante desagradable: el «populismo» como la perversión de la democracia.

Con todo, en los discursos políticos la adjetivación «populista» no deja de ser en la práctica un apelativo común que conforma las identidades de numerosos actores políticos. Y es este uso, o más bien este uso disputado y uso eminentemente político de la palabra el que es característico, por su ubicuidad y centralidad, de los rasgos que definen los discursos políticos contemporáneos. Pues, como muchos otros conceptos políticos, el traslado del contenido semántico al término «populista» se llena con significados, en este caso, bastante opuestos, ya que frente a un «populismo» en sentido peyorativo convive un uso de «populismo» mucho menos peyorativo y hasta con un gran componente normativo positivo. Pero ello es primordialmente, insistimos, un efecto no de la «ociosidad» de los estudiosos e intelectuales que se dedican a elaborar conceptos «neutrales» y descriptivos de la realidad política sino de la labor extenuante del hacer y deshacer político, en suma, de la propia actividad política. Y es que, más allá de cualquier argumentación en términos racionales o de la investigación empírica–que caracterizarían a la mayoría de los estudios académicos–, la retórica, los símbolos, las emociones y la eterna lógica política amigo-enemigo articularían pues en gran medida las aristas reales de dicho fenómeno y de su correspondiente concepto. La atribución de connotaciones positivas o negativas al término imbuiría al mismo de un gran componente normativo o moral, y por tanto, tanto sus contradictorios significados políticos, que se rizan en un constante bucle de apropiación y aplicación de los mismos por parte de diversos actores políticos, como las contrastadas emociones políticas que logra despertar en dichos actores son las claves para comenzar a entender el fenómeno «populista».

Concluyendo, es evidente que buena parte de los discursos humanos están sometidos a la moda, y, por tanto, el vocabulario político, si cabe con muchísima más razón, está enormemente condicionado por los incesantes giros y transformaciones que sufren los estilos discursivos de una determinada comunidad política. Muchas de estas modas son a veces el resultado de coyunturas histórico-políticas muy concretas que, una vez debilitadas o desaparecidas, arrastran con ellas los vocablos y discursos a través de los cuales eran descritas por parte de la ciudadanía, los políticos, los medios de comunicación así como todo el resto de actores políticos de un determinado país. Otras modas, en cambio, parecen más bien hallarse al abrigo de dinámicas mucho más duraderas, más insistentes, hasta el punto de que su observable permanencia hace sospechar de que dichos términos, conceptos, vocabularios o discursos no sean el mero reflejo de una tendencia pasajera del lenguaje. Con el concepto de «populismo» parece que nos hallamos ante una palabra que no sólo estaría de moda sino que habría irrumpido con la intención de permanecer durante un largo período de tiempo, siendo su profusa y nada esporádica utilización uno de los mejores indicadores de que el fenómeno que pretende captar es el reflejo de una tendencia política de un larguísimo y profundo alcance. Un concepto y un fenómeno que nos muestra sin ambages lo inevitable y a la par útil que resulta su propia indefinición, nacida de la controversia y la lucha política, así como de la dificultad, de ello derivada, de establecer fidedignamente sus propias fronteras.

Escrito por: Elena Rosalía Rodríguez Fontenla

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