Poco ha cambiado en Egipto desde el inicio de las revueltas populares en 2011. Según el ranking mundial de corrupción estatal que mide la ONG Transparencia Internacional, el país norteafricano es percibido ligeramente menos corrupto pasando del puesto N° 112 en 2011 al 108 en 2016.
Como la mayoría de los Estados fragmentados por las Primaveras Árabes, el cambio de gobierno exigido por el pueblo egipcio está hoy lejos de cumplirse. El presidente Abdelfatah Al-Sisi reconoció en agosto del año pasado la presencia de corrupción en el gobierno nacional. “¿Pero qué podemos hacer?”, se limitó a decir entre risas.
Quien en 2013 se abanderaba como defensor de los derechos humanos, actualmente desempeña el mismo rol que su nefasto predecesor. Mohamed Morsi, primer presidente elegido democráticamente, no respondió a las “demandas del pueblo” y fue la excusa de Al-Sisi para conducir el golpe de Estado.
Este fue el primer paso para restituir las prácticas autoritarias de Hosni Mubarak. Amnistía Internacional calcula que, desde la deposición de Morsi, más de 1.000 personas han muerto como resultado de la represión policial y la cifra de los prisioneros políticos ya supera los 40.000.
Tras el colapso del régimen de Mubarak, Egipto carece de una autoridad que concentre el poder, a pesar de que Al-Sisi “dé la impresión de estar al frente del comando”, asegura el especialista Ahmed Badawi. Por eso, la dimisión de al-Sisi sería insuficiente para lograr el cambio político necesario en Egipto.
El analista político Timothy Kaldas advierte la presencia de tres actores principales; el jefe de Estado, el poder judicial y las fuerzas armadas. Entre ellos, compiten por preservar su autoridad sobre sus áreas de influencia. “Si bien comparten ciertos intereses y actúan conforme al mutuo interés, también hay momentos en que actúan en contra, incluso socavando los objetivos del otro”, reconoce Kaldas.
Amnistía Internacional denuncia la falta de preocupación por la legalidad de los procedimientos judiciales y más aquellos relacionados con la seguridad nacional o el terrorismo. “Las autoridades no investigaban las violaciones de derechos humanos ni llevaban a los perpetradores ante la justicia”, informa la ONG.
En estos casos, el mutuo interés está en mantener a la población desmotivada y desorganizada. El exceso del uso de la fuerza -torturas y detenciones forzosas- en actividades policiales habituales de la Agencia Nacional de Seguridad tiene como objetivo desmovilizar a los manifestantes y marginar a quienes critiquen o se opongan al gobierno.
Kaldas explica que la desconfianza de los individuos en su capacidad para generar un cambio, producto del encarcelamiento y la represión desmedida, limita la participación ciudadana en la construcción de un movimiento que desafíe al gobierno.
Hay una voluntad política que se rehúsa a erradicar el legado del ex-presidente Mubarak, destituido en 2011 luego de 30 años de gobierno ininterrumpido. Esto imposibilita la transición a la democracia en Egipto. La Cámara de Casación egipcia ordenó el 13 de marzo pasado la liberación de prisión Mubarak, materializado el 11 días después, tras haber sido exonerado de los cargos por el asesinato de los manifestantes durante las protestas en 2011.
Bautizado como el “juicio del siglo”, el primer fallo había condenado a Mubarak a cadena perpetua. Es aquí donde aparece el conflicto de intereses de los tres actores. Las fuerzas armadas y el ejecutivo han jugado un rol determinante en la obstrucción del proceso judicial de Mubarak desde la evidente reticencia a colaborar hasta el punto de destruir evidencias, asegura El Mundo.
Aunque poco se tenga en cuenta el escrutinio de la evidencia para hacer valer su autoridad, como caracteriza Kaldas el funcionamiento en general del sistema judicial egipcio, el entorpecimiento en los juicios por parte del ejecutivo y los militares fue tal que “nunca se pudo probar la responsabilidad directa de Mubarak en la orden de abrir fuego a los manifestantes”, informa El Mundo.
La sentencia final de la Cámara, la instancia más alta en asuntos criminales, pone fin a una disputa interna entre el poder judicial, las fuerzas armadas y el aparato policial controlado por Al-Sisi. El doble estándar, llamado por las organizaciones de derechos humanos como “justicia selectiva”, pone de manifiesto cuando los tres actores trabajan en mutuo acuerdo o cuando tratan de imponer sus intenciones sobre el resto.