El pasado 20 de marzo se cumplieron 3 meses desde las elecciones generales de diciembre de 2015 y todavía no se ha formado un ejecutivo central en España. Este hecho es insólito en la historia política de nuestro país, donde los resultados electorales siempre habían permitido la conformación de mayorías sólidas o estables en el parlamento.
Como sabemos, nuestro modelo político-institucional, desde el punto de vista de las relaciones entre los poderes legislativo y ejecutivo, es de tipo parlamentario, caracterizado, entre otros aspectos, por el hecho de que el nacimiento de un nuevo gobierno depende directamente del apoyo al mismo en la Cámara Baja mediante la consecución de mayoría simple, absoluta o cualificada. Es propio de democracias consensuales, como precisamente la española, donde hay una notable complejidad en las relaciones institucionales y heterogeneidad sociológica.
Cuando en el título menciono el término “desventajas”, lo hago, en primer lugar, considerando las dificultades que puede conllevar este modelo desde el punto de vista de la creación del segundo pilar del Estado, la cual dependería del grado de atomización parlamentaria y de la altura de miras de los líderes políticos.
En segundo término, la elección del presidente (encargado, entre otras funciones, de la formación de gobierno) es indirecta, de tal manera que en este aspecto no se tiene en cuenta a los ciudadanos y sí a las mayorías parlamentarias, que, en algunas ocasiones, parten de acuerdos de “despachos” entre organizaciones partidistas cuyos representantes fueron elegidos por individuos que no apoyarían tales pactos. Así, por ejemplo, Pedro Sánchez pudo haber sido elegido jefe de gobierno con el apoyo de Ciudadanos, un partido cuyo principal caladero de votos fue el PP (42,8%, aproximadamente, según Brújula Electoral).
En tercer lugar, desde una perspectiva estrictamente jurídico-política, los poderes legislativo y ejecutivo son diferentes, pues promulgan normas de naturaleza diferente, donde prevalecen siempre las primeras. Si bien es cierto que normalmente la voluntad del voto de la mayoría de la gente no tiene en cuenta esta separación de poderes, y estos dos suelen estar políticamente interunidos, dicha interrelación impide un juicio o elección por separado de los representantes de ambas esferas, así como del sentido político para cada caso. Si los principales partidos pretendiesen establecer un modelo semipresidencial –caracterizado por la elección directa del presidente (en segunda vuelta, en tal caso)-, sería obligatoria la reforma constitucional y deseable una distribución clara de las competencias que corresponderían a cada poder, excluyendo obviamente el judicial.
En conclusión, el modelo parlamentario puede, en ocasiones como la que estamos viviendo, dar lugar a perjuicios de gobernabilidad, a la falta de representación de la voluntad real de la ciudadanía, así como a la difuminación entre los dos primeros poderes. En este sentido, el modelo semipresidencial -donde se mantendría la pervivencia del control parlamentario sobre la labor del ejecutivo- sería institucionalmente más eficiente; reflejaría mejor la realidad sociopolítica, además de dar lugar a una “efectiva” separación de poderes en el sentido de que el legislativo y el ejecutivo pudiesen cohabitar siendo ideológicamente distintos (como ocurre, por ejemplo, actualmente en EE.UU). No obstante, el establecimiento de un sistema semipresidencial también implicaría mayores costes económicos por el establecimiento de la elección ordinaria del candidato presidencial y, en su caso, por los concernientes a la segunda vuelta electoral.